Prof. Pablo PÉREZ-LÓPEZ: ¿Ha contribuido la pandemia de covid-19 a un renacimiento de la fe religiosa?

¿Ha contribuido la pandemia de covid-19 a un renacimiento de la fe religiosa?

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Prof. Pablo PÉREZ-LÓPEZ

Historia política reciente, especialmente historia de España en la Transición, Historia cultural, con especial atención a las derivaciones de las convicciones religiosas, Biografía, Síntesis histórica.

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.Las realidades inmateriales son siempre las más difíciles de comprender, las más influyentes y, por eso, las más interesantes. En estos meses en que los medios de comunicación nos abruman con datos numéricos sobre el impacto de la pandemia y las estimaciones sobre su efecto, no han faltado intentos de conocer cuáles pueden ser las consecuencias del brote de COVID-19 en la forma de entender la vida de las personas. En la magistral obra de Joseph Roth La marcha Radetzky, puede leerse: «En aquel tiempo, antes de la gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado (…), todo lo que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos de la misma forma que hoy se vive de la capacidad para olvidar rápida y profundamente.»

No he podido evitar recordar esas impresionantes palabras ante la situación generada por la emergencia sanitaria y la proliferación de muertes inesperadas frente a las que poco o nada cabía hacer salvo ponerse a salvo mediante el aislamiento. La nueva situación ha recordado por una vez la muerte a un mundo empeñado a hacerla desaparecer de su horizonte y habitado por las prisas. Desde los años sesenta del siglo XX el ideal triunfante ha sido la juventud. Hasta tal punto es así que hay una propuesta de catalogar como jóvenes a las personas desde los 18 hasta los 75 años. La madurez ha desaparecido del mapa conceptual para dejar sitio a una permanente juventud, y la muerte también debería desaparecer, al menos en la consideración. La vida propia del tiempo de juventud, plena y dinámica, volcada en proyectos y experiencias antes que en realizaciones o capacidad de entrega, se ha adoptado como ideal en las sociedades de la abundancia y el bienestar. Su ocaso no se considera.

Pero he aquí que una amenaza invisible nos ha perturbado hasta obligarnos a limitar y hasta modificar nuestras conductas. Con ella se ha hecho evidente para todos que la muerte sigue ahí, y también que dependemos de los demás en una medida que el individualismo triunfante se empeña en negar. La dificultad de reunirse ha generado nuevas preguntas y padecer el aislamiento ha obligado a recordar que vivimos siempre en comunidades. Para no pocos, quizá es la primera vez que la reflexión sobre estos hechos ha merecido atención. Las relaciones, ese elemento de nuestras vidas, tan constitutivo que resulta esencial, solicitan nuestra atención de un modo nuevo. Mantenemos cuatro tipos de relaciones: con Dios, con los demás, con el mundo, y con nosotros mismos. El criterio materialista pretende que la primera no existe. La ignora, sin más. El criterio individualista ha tendido a reducir a la nada las otras dos. Con el mundo habría apropiación sin límites, en nombre de la propia satisfacción, hasta que ha resultado evidente que esta nunca se alcanza y que el daño a nuestro entorno puede ser grave. Con los demás no habría relaciones sino transacciones, económicas o vitales, pero nada estable que pudiera dejar huella en la propia individualidad.

Cabe preguntarse si tales planteamientos se conmueven ante una catástrofe, y en concreto ante una como la que vivimos. La gran epidemia anterior, más grave que esta cuantitativamente, la de la gripe de 1918, mal llamada española, nos ofrece pocas lecciones porque aparece solapada con la Primera Guerra Mundial a la que se refería Roth, una Gran Guerra que causó más de diez millones de muertes, fundamentalmente de jóvenes europeos. Sabemos que esa masacre conmovió a la opinión e hizo reflexionar a muchos, pero también que insensibilizó a otros en una medida de la que son buen índice las afirmaciones de Roth. Por lo que hace a la pregunta sobre la fe, la Gran Guerra empujó a muchos a volver a la práctica religiosa en un primer momento, pero también fue la causa de que, tras los años de sacrificio, penurias y muerte, para otros el único horizonte vital fuera disfrutar de las oportunidades de la vida con la mayor intensidad posible y sin freno alguno. La diversión irresponsable y las fiestas salvajes fueron frecuentes en la posguerra, y los locos años veinte recibieron ese nombre por razones bien conocidas. En Estados Unidos, en cambio, algunos elementos del renacer religioso tras la guerra de convirtieron en una llamada a desterrar el vicio para purificar la sociedad, y se concretaron en medidas como la prohibición de las bebidas alcohólicas que terminaron por traer más problemas que soluciones.

Entres los pensadores europeos se dieron, en particular en Francia, inesperados retornos a Dios, que son muestra de una ola de religiosidad motivada por la crisis de comienzos del siglo XX y la brutalidad de la Gran Guerra. Escritores como Georges Bernanos, Paul Claudel, Jacques Maritain, André Frossard o Julien Green, forman parte de esa nómina de espíritus empapados de preocupación humanística que experimentaron una conversión que marcó sus vidas y las dotó de una intensa dimensión religiosa.

¿Podríamos esperar algo semejante de la crisis sanitaria actual? Varias encuestas del Pew Reserarch Center, realizadas en el verano de 2020, ofrecen una aproximación sociológica a la respuesta. El artículo que presenta los resultados apunta en un sentido positivo pero distinguiendo por regiones: «More Americans Than People in Other Advanced Economies Say COVID-19 Has Strengthened Religious Faith» En efecto, según esos estudios, en Estados Unidos casi un 30 por ciento de la población piensa que la pandemia ha reforzado sus creencias. En otros países del primer mundo los porcentajes son más bajos: desde el 16 por ciento de España hasta el 2 por ciento de Dinamarca pasando por el 10 por ciento de Francia, que se sitúa en la media de los países estudiados. Como es habitual, las encuestas no dicen mucho de las razones que fundamentan esta opinión, pero ofrecen algunas pistas con datos complementarios. Por ejemplo, los que entienden que la pandemia ha estrechado sus lazos familiares van desde un 42 por ciento en España hasta un 18 por ciento en Japón, pasando por el 32 por ciento de Francia, otra vez en la media.

Aquí conectamos con la cuestión de las relaciones y con un interesante dato para lo que nos interesa: la crisis sanitaria ha hecho mella en el individualismo como convicción y como sistema, ha conducido a reconocer la necesidad de los otros para llevar una vida plena o, sencillamente, para vivir como seres humanos. Concretamente de los otros más próximos, de la familia, esa institución tan cuestionada en los medios que nos anuncian el futuro deseable. Cabe reconocer ahí, sin mucho margen de error, un efecto beneficioso o, al menos, clarificador, derivado de los momentos difíciles.

Un segundo dato interesante es que la percepción de una mayor importancia de la religión es más alta entre las personas con menos ingresos. Esto confirma que la condición de satisfacción material, de bienestar, tiende a incrementar el materialismo entre quienes la disfrutan. De algún modo, apunta en la misma línea que el dato anterior: las dificultades nos sacan de nosotros mismos, las facilidades tienden a lo contrario.

Los estudios ofrecen, pues, datos interesantes que nos confirman en algo que sabemos desde hace tiempo. Recuerdo cómo me lo resumió un joven libanés, cristiano, en el año 2000, conversando acerca de la diferente situación de nuestros países: «Nosotros creemos en Dios, ustedes creen en la seguridad social». El llamado estado del bienestar, y otras veces estado providencia, consigue frecuentemente, en efecto, hacer pensar a algunos que no hay otra providencia que vele por ellos si no es la de los fondos de pensiones o los gobiernos.

.Visto con perspectiva histórica, considerando los diferentes momentos de dificultad que ha atravesado la humanidad, pienso que la respuesta a la pregunta sobre si la adversidad nos hace más religiosos no tiene una respuesta colectiva unívoca. Cabría extraer, en todo caso, dos conclusiones negativas. Primera, que la vida fácil no inclina a reconocer a Dios. Segunda, que no existe un retorno a Dios automático, necesario. La fe y la relación con Dios son lo más delicado, personal y libre que vivimos, la actitud en estos asuntos es eminentemente personal y, aunque pueda estar condicionada por la situación exterior, responde siem la fe y la relación con Dios pre a un movimiento interior del que solo cada uno es señor. La pandemia hará al algunos más religiosos, renovará en ellos la intensidad de la relación con su Creador y, si son cristianos, Redentor. Pero no será por la fuerza de las cosas, sino por la de su decisión interior de que así sea. No obstante, en el conjunto de la sociedad las limitaciones y privaciones constituyen un recordatorio de que la mayor riqueza de los hombres no es material, sino relacional. En ese ámbito, si ellos quieren, pueden alcanzar hasta donde deseen, sin límite alguno, hasta tocar el infinito. Todo depende de en qué, o mejor, en quién decidan confiar.

Prof. Pablo PÉREZ-LÓPEZ

Material protegido por los derechos de autor. Queda prohibida su distribución salvo permiso explícito de la editorial. 23/01/2022