
Experiencias compartidas unen a los países de la Europa Central

A principios de los 80 el comunismo como ideología ya no tenía ningún poder sobre la sociedad y su incapacidad de gobernar no dejaba de agravarse. Eso se podía observar sobre todo en la economía en la que sufrían duras derrotas. Los siguientes dirigentes de los Estados comunistas, que a veces gozaban de cierta autonomía (como la Hungría de Kádár en los 60 y 70), se encontraban sometidos a Moscú que no solo los legitimaba, sino también garantizaba su legalidad. Pero los habitantes de la Europa Central lo veían de otra forma y ya en los años 80 de forma cada vez más valiente empezaron a cuestionar ese sometimiento.
En Polonia el apego a los valores, en los que se manifestaban las ideas de la nación, patriotismo y la cristiandad, siempre ha sido una importante fuente de la resistencia. No sorprende pues que fueron los polacos los primeros que eran capaces de enfrentar el poder totalitario y, también, llevarlo a su caída. Adam Michnik en su libro Iglesia, la izquierda, diálogo [Kościół, lewica, dialog] de 1977 fue el primero quién se dio cuenta que lo que podía derrocar al régimen comunista era la cooperación de la Iglesia –frecuentemente vista como reaccionaria e intransigente frente al poder estatal– con la izquierda, que en aquel entonces le era enemiga.
No es coincidencia que el movimiento libertario se desarrolló tanto en Polonia. Fue aquí donde el sistema comunista estaba menos arraigado y el nacimiento de “Solidarność” [“Solidaridad”] en 1980 fue efecto de la unión de tres fuerzas: la social, más precisamente obrera (las huelgas de los obreros del astillero); la nacional-católica, fortalecida por la elección de Karol Wojtyła como papa; y la democrática, gracias a la participación de muchos intelectualistas.
Y aunque en otros países el comunismo era tal vez más resistente y sus gobiernos más eficaces en el control de los procesos socio-políticos, sin embargo, a pesar de las diferencias, ese sistema cayó en 1989 en todos los países de la región casi simultáneamente. Así pasó porque la URSS ya no era capaz de controlar la situación en su esfera de influencia. No se puede terminar de entender el fin del “real” comunismo en Europa Central y en las repúblicas bálticas sin tomar en cuenta la distribución del poder en la misma central de Moscú.
Una señal espectacular de la pérdida de capacidad de la URSS para controlar la situación y reaccionar de forma adecuada frente a las crisis fue el manejo de la catástrofe en la central nuclear en Chernóbil en 1986. Los Sóviets demostraron entonces su increíble ineficiencia en cuanto al control de la realidad que ellos mismos habían creado. La catástrofe demostraba también que el fin del sistema podía empezar desde su interior y no solo o sobre todo ser causado por los factores externos. Aunque esos, por supuesto, también podían desempeñar su papel. Si el sistema no podía prevenir una tragedia así y después enfrentarla, eso significaba que el poder había perdido ya la capacidad de controlar su sociedad. Bien lo entendió Gorbachov y así nació la idea de la política glásnost. Los acontecimientos de 1989 solo lo confirmaron.
La transición no en todo lugar transcurrió a la misma velocidad. Tampoco empezó en todos los países simultáneamente. La caída de la URSS en 1991 no resultó en los procesos democráticos en todos los estados recién creados. La situación de Ucrania y, en especial, de Bielorrusia sigue siendo preocupante. La segunda hasta este año, intenta emprender el camino de democratización. Otros países, como Albania o Yugoslavia, formalmente eran comunistas, pero el camino de su transición era diferente que el de los países de la Europa Central. Y el fin de Yugoslavia era excepcionalmente tormentoso.
Las diferencias también eran efecto de la fuerza del comunismo local. Allí donde el sistema se percibía como enemigo, impuesto desde fuera –en Polonia, Checoslovaquia, RDA, Hungría– la transición pasó muy rápido. La identidad nacional, el rechazo del sistema por parte de la sociedad, las aspiraciones democráticas estaban lo suficientemente fuertes para romper con la dependencia, tan pronto como las circunstancias lo permitieran. Yugoslavia y Albania eligieron otro esquema. En los tiempos de la URSS el primero de ellos gozaba pues de cierta autonomía respecto a Moscú. El segundo aceptó la ideología y el modelo del desarrollo más parecido al chino que al soviético. Esas diferencias resultaron claves cuando empezaron profundos cambios democráticos en esta parte de Europa.
Las diferencias entre los países de Europa central y del Oeste siguen siendo visibles. Los primeros no tienen que luchar, por ejemplo, con los problemas resultantes del pasado colonial. Pero ocurre también en áreas tales como la economía y política en las que las diferencias son demasiado evidentes. Los países de Europa Central y del Este durante casi 50 años de posguerra estaban desarrollando la economía basada en planificación centralizada. El cambio del modelo económico después del año 1989 tenía que terminar con graves tensiones sociales y políticas, lo que sigue viéndose, por ejemplo, en la forma del escenario político de esos países. Se necesita todavía mucho tiempo para que esas diferencias se difuminen. En ese sentido podemos seguir diciendo que Europa sigue dividida en dos bloques.
Michel Wieviorka
Texto publicado simultáneamente con la revista mensual polaca de opinión Wszystko Co Najważniejsze[Lo Más Importante] en el marco del proyecto realizado con el Instituto de la Memoria Nacional y el Instituto Polaco en París.
